La desconexión te recarga para empujar más fuerte, pero idolatrarla te va a dejar varado en el camino.
La semana pasada compartí cómo, en una casa rural con amigos, decidí no seguir el plan general: nada de karaoke y copas.
Preferí sentarme solo, en silencio, y disfrutar a mi manera de la naturaleza.
Fue necesario. Me vino bien. Pero también me dejó otra idea.
No sé si es esta etapa de mi vida —donde tengo hambre de crear, construir, empujar proyectos— o simplemente que estoy más lúcido que antes…
Pero creo que la desconexión no es el camino. Es solo el pit stop.
Estamos glorificando la idea de irse a Bali, teletrabajar desde el campo, desaparecer de redes o vivir sin ruido.
Y eso está bien… si tu proyecto es precisamente ese: vivir de la desconexión.
Pero si lo que estás construyendo necesita impacto, presencia, foco y una dosis diaria de fricción…
Entonces más vale que entiendas que la desconexión no es el objetivo, es una herramienta más.
Como repostar en mitad del viaje cuando vas en coche.
Sirve para seguir.
No para quedarte a vivir en la estación de servicio.
La gente que no disfruta con su trabajo adora la desconexión.
Están constantemente buscando un hueco en la semana, el mes o el año para irse de vacaciones.
Es como si fueras un coche que, en lugar de centrarse en llegar a su destino, se centrase en ver cuál es la próxima gasolinera para repostar.
Excesivo, ¿no?
No seas el coche que reposta en cada gasolinera.
Eso te quita foco.
Aunque claro, quizá no seas de esas personas que disfrutan de su trabajo.
Yo siempre he dicho que soy un sedentario digital, no me gusta nada eso de irme al Caribe a vivir y trabajar con el portátil y vivir viajando. Y mira que me gusta viajar, pero no sé, a lo mejor es que me ha pillado mayor ya esa moda.